Parece claro que el aplicar una correcta intensidad según el
tipo de entrenamiento del que se trate va a ser crucial de cara a poder hacer
“lo que toque”, ni más, ni menos. Y también parece lógico y recomendable adaptarnos
a nuestro estado psicofísico para evitar que lo que hacemos pensando que es
beneficiosos, tanto desde el punto de vista del rendimiento como de la salud,
no se vuelva en nuestra contra.
La duda me surge cuando de forma tan frecuente llegan a
consulta deportistas que están aplicando mal estas intensidades, tanto en la
vertiente de la falta de progresión en el entrenamiento, como, y esto es más
importante, en el hecho de que se están “haciendo daño”. Algunos por estar mal
asesorados, pero una gran mayoría por tener, por así decir, las sensaciones
alteradas.
Es sabido que la práctica deportiva, y en especial la
práctica deportiva de intensidad, genera la liberación de endorfinas (opiáceos
de producción interna), lo que nos va a generar una sensación placentera, pero
también, una reacción de dependencia (necesito mi dosis) y tolerancia (la dosis
ha de ser mayor). Y todo ello llevará a un progresivo incremento de la
intensidad del entrenamiento. Y el incremento de intensidad llevará una mayor
susceptibilidad a padecer lesiones o problemas físicos, ausencia de progresión
en la competición, etc.
Entonces, ¿cómo controlar esa intensidad?